Raíces de la conflictividad
Las situaciones de conflicto durante el Oncenio no se originaron en dicha etapa, aunque obtuvieron en ella un «alimento» constante. Eran la consecuencia lógica de una crisis económica estructural que venía afectando a la clase obrera desde los albores del siglo XX. Como precisa Basadre (1968), «el modelo primario-exportador impuesto desde la Reconstrucción Nacional consolidó una dependencia de los mercados internacionales que volvía vulnerable al trabajador peruano ante cualquier fluctuación global». Esta fragilidad se hizo patente durante el gobierno de José Pardo (1915-1919), cuando la inflación post-Primera Guerra Mundial golpeó severamente el costo de vida. La carestía de alimentos básicos, especialmente el pan, el azúcar y la carne, junto al alza desmedida de los alquileres en barrios obreros como La Victoria o el Rímac, crearon un caldo de cultivo para la agitación social.
El Paro General de Mayo de 1919 fue la culminación de este proceso. Las federaciones textiles, en particular la de Vitarte y Santa Catalina, habían comenzado a organizarse desde abril mediante asambleas clandestinas. Como documenta Balbi (1989), el 15 de abril de 1919, representantes de 18 sindicatos textiles acordaron formar el Comité Pro-Abaratamiento de las Subsistencias, un organismo inédito por su carácter multisectorial. Este comité integró no solo a obreros industriales, sino también a artesanos, empleados de comercio y vendedoras de mercados. Su plataforma reivindicativa incluía la reducción del precio del pan de 0,20 a 0,10 soles; el congelamiento de alquileres en 20 soles mensuales; el control estatal de precios en leche, carbón y legumbres y una tarifa única de 0,05 soles en tranvías
Un aspecto revolucionario fue la masiva participación femenina. El 23 de mayo, una marcha de 5 000 mujeres, en su mayoría vendedoras de mercados y obreras, partió desde la Plaza Italia hacia Palacio de Gobierno, siendo dispersada violentamente por la caballería policial. Como registra García-Bryce (2016), «esta movilización marcó la irrupción política de la mujer trabajadora en el espacio público limeño, desafiando los roles de género tradicionales».
La represión de Pardo
La respuesta gubernamental fue contundente. El 26 de mayo se detuvo a los principales dirigentes del Comité, entre ellos Arturo Sabroso (tejedor) y Adalberto Fonkén (zapatero). Esto desencadenó una reacción en cadena. El 27 de mayo, obreros del Callao asaltaron el mercado de Guadalupe, seguido por saqueos a tiendas de propietarios italianos en la calle Capón. La cifra de víctimas fue de 47 muertos y 83 heridos, incluyendo mujeres y niños. Como sentencia Portocarrero (2019), «la masacre de mayo demostró que el Estado oligárquico prefería la bala antes que ceder a demandas que cuestionaban el orden económico».
La consecuencia política inmediata fue la disolución del Partido Socialista Peruano (fundado en 1918) y el cierre del diario El Tiempo, voz crítica del civilismo. Sin embargo, como apunta Sulmont (2019), «esta represión aceleró la radicalización de sectores medios, especialmente estudiantes universitarios que comenzaron a vincularse orgánicamente con el movimiento obrero». Entre ellos destacaban Víctor Raúl Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui, quienes iniciaron su labor de formación política en las universidades populares.
La ilusión reformista: La Constitución de 1920
La sublevación de julio de 1919 que llevó a Leguía al poder como «Presidente provisional» generó un paréntesis de expectativas. El nuevo régimen liberó a los dirigentes obreros encarcelados, deportó a Pardo y convocó a una Asamblea Constituyente. La Constitución de 1920, en su artículo 58, reconocía por primera vez a las comunidades indígenas como personas jurídicas; la jornada laboral de 8 horas; el derecho a huelga y la indemnización por accidentes de trabajo
No obstante, como analiza Contreras (2016), «estas garantías fueron letra muerta: no se crearon tribunales laborales ni mecanismos para proteger a las comunidades, dejando su aplicación a la buena voluntad de los hacendados». La reforma más trascendental y nefasta fue la modificación del artículo 86 que permitió la reelección inmediata, abriendo las puertas a la dictadura civil.
Sublevaciones militares
Una de las más sonadas fue la organizada por el teniente coronel Óscar R. Benavides, la que involucró a tres compañías del batallón «Puno» acantonado en el Cusco. El movimiento contó con apoyo popular: 500 campesinos de Anta y Paruro se sumaron a las tropas; las comunidades indígenas bloquearon carreteras a Quillabamba y estudiantes universitarios distribuyeron proclamas anti-Leguía
La represión dirigida por el general Manuel E. Rodríguez ordenó el bombardeo de la Plaza de Armas del Cusco. El balance final, según Degregori (2018), fue de 112 muertos, incluyendo 34 civiles (p. 92). La prensa oficial (La Prensa, 6 agosto 1922) redujo la cifra a «20 alzados muertos en enfrentamiento aislado».
Otra asonada fue la de Carlos Manuel Osores, exiliado en Guayaquil, el que infiltró 150 hombres por la frontera norte con apoyo de Samuel Alcázar (héroe de la Batalla de Tarapacá). La toma de Chota el 3 de noviembre tuvo un carácter simbólico: Alcázar izó la bandera peruana en la municipalidad proclamando el fin de la «tiranía leguiísta». La respuesta gubernamental fue ejemplarizadora: tras recuperar la ciudad, el coronel Alejandro Beingolea ordenó el fusilamiento inmediato de Alcázar y su lugarteniente Barreda en la Plaza de Armas de Chota. Como describe Basadre (1968), «sus cuerpos fueron expuestos tres días para escarmiento público, práctica que no ocurría desde la Guerra del Pacífico» (Tomo XII, p. 315).
Lucha obrera en la costa
La Federación de Campesinos de Ica, organización fundada por anarcosindicalistas, presentó en 1921 un pliego petitorio exigiendo la jornada de 8 horas en viñas y algodonales; salario mínimo de 1,50 soles diarios y la abolición del pago en fichas. Al no recibir respuesta, el 4 de marzo de 1923 2 000 campesinos ocuparon la hacienda Parcona. La represión fue dirigida personalmente por el prefecto de Ica, coronel Pedro Muñiz, quien según Flores Galindo (2010) utilizó ametralladoras contra los manifestantes, quemó 40 viviendas de adobe, mandó fusilar a 9 dirigentes, entre ellos el líder indígena Tomás Lachuma.
Por su parte, el conflicto en el emporio azucarero Casa Grande de la Sociedad Chicama Limitada, propiedad del consorcio alemán Gildemeister, estalló cuando los administradores reconocieron las 8 horas pero despidieron a 32 dirigentes de la Federación Local Obrera. La huelga iniciada el 14 de julio paralizó los ingenios que producían 40% del azúcar nacional. Según Klaren (2004), «Leguía envió al ministro de Gobierno, Luis Salomón, quien negoció la readmisión de despedidos pero garantizó impunidad para los administradores».
La Hacienda Roma tuvo lo propio. Propiedad de la familia Larco, aplicó una estrategia distinta: al implementar las 8 horas, eliminó los «beneficios extraordinarios» (propina dominical, gratificaciones) que representaban el 33% del salario. Los huelguistas, liderados por el sindicalista aprista Manuel Barreto, resistieron 28 días hasta lograr la restitución total. Como analiza Sulmont (2019), «esta victoria limitada demostró que solo la organización permanente podía enfrentar el poder terrateniente».
Rebeliones indígenas y Levantamientos Andinos
La Constitución de 1920 creó la Dirección de Asuntos Indígenas y los Patronatos de la Raza Indígena, organismos que nunca recibieron presupuesto ni facultades coercitivas. Como sentencia Valcárcel (1981), «fueron cáscaras vacías destinadas a apaciguar a los intelectuales indigenistas sin afectar el latifundio».
En Canas, Cusco (1922), 3 000 comuneros liderados por el curaca Mariano Quispe ocuparon haciendas usurpadoras. El ejército utilizó artillería en Yanaoca, masacrando a 87 indígenas. En Aymaraes, Apurímac (1924), la protesta contra los «enganches» forzosos para las minas de Cerro de Pasco dejó 43 comuneros muertos. El coronel Emilio Torres ordenó «no tomar prisioneros» según telegramas interceptados (Contreras, 2016).
Entre 1922 a 1925, la Cerro de Pasco Copper Corporation, de capital estadounidense, contaminó 12,000 hectáreas de pastos con sus fundiciones. Los comuneros ganaderos de la etnia Yauyos presentaron estudios del ingeniero peruano Santiago Antúnez de Mayolo que demostraban concentración de arsénico en aguas del Mantaro, la muerte de 2 300 cabezas de ganado y enfermedades pulmonares en 60% de la población. Tras tres años de protestas, la empresa aceptó pagar compensaciones irrisorias: 50 soles por cabeza de ganado muerta, lo que significaba menos del 10% de su valor real (Mallon, 2012).
En Anta, Cusco, el caso Ezequiel Luna fue particular. Este hacendado, protegido por el prefecto leguiísta Luis Ponce, había establecido un régimen de terror en Chinchaypuquio que incluía trabajo gratuito en su mina personal, «derecho de pernada» sobre mujeres indígenas y castigos con látigo en la plaza pública. En agosto de 1924, los comuneros dirigidos por Santos Marka T’ula (cacique apoderado) expulsaron a Luna sin violencia, estableciendo un autogobierno. Luna recurrió al sistema judicial acusando a 25 indígenas de «usurpación agravada», proceso que duró 9 años hasta su absolución en 1933. Como evidencia Méndez (2014), «el caso demostró cómo las élites usaban el aparato legal para mantener la opresión».
Legado político
Los levantamientos del Oncenio catalizaron dos proyectos transformadores. El primero de ellos fue el Partido Socialista Peruano de 1928), fundado por José Carlos Mariátegui tras analizar las revueltas, sostenía en sus 7 Ensayos: «Los motines de hambre como el de 1919 y las rebeliones indígenas fracasan por su espontaneísmo. La clase obrera necesita un partido de hierro, con teoría revolucionaria y disciplina marxista» (Mariátegui, 1971). El segundo fue la formación del APRA en 1924. Haya de la Torre, desde su exilio en México, publicó en El Antiimperialismo y el APRA: «Las masacres de Parcona y Chota prueban que la burguesía nativa es cómplice del imperialismo. Solo un frente único de obreros, indios y clases medias puede lograr la revolución antiimperialista» (Haya de la Torre, 1936).
Los levantamientos durante la dictadura de Leguía demostraron la inviabilidad de un modelo basado en una economía primario-exportadora dependiente, la exclusión política de las mayorías y la simulación legislativa en lo social. Como sintetiza Cotler (2005), «Estas rebeliones, aunque derrotadas militarmente, incubaron las fuerzas que transformarían el Perú del siglo XX: sindicalismo combativo, indigenismo político y proyectos revolucionarios». La sangre derramada en Chota, Parcona y Canas no fue en vano, pues trazó el mapa de las luchas que definirían la historia contemporánea peruana.
Referencias Bibliográficas
Balbi, C. (1989). Identidad clasista en el sindicalismo: Su impacto en las fábricas. DESCO.
Basadre, J. (1968). Historia de la República del Perú, Tomos IX y XII. Editorial Universitaria.
Contreras, C. (2016). Historia mínima del Perú. El Colegio de México.
Cotler, J. (2005). Clases, estado y nación en el Perú. IEP.
Degregori, C. I. (2018). Indigenismo, clases y etnicidad en el Perú. CEDEP.
Flores Galindo, A. (2010). Buscando un Inca: Identidad y utopía en los Andes (4a ed.). Editorial Horizonte.
García-Bryce, I. (2016). Haya de la Torre y los orígenes del APRA: La política de masas en el Perú. Fondo Editorial PUCP.
Haya de la Torre, V. R. (1936). El antiimperialismo y el APRA. Ediciones Ercilla.
Klaren, P. (2004). Nación y sociedad en la historia del Perú. IEP.
Mallon, F. (2012). La defensa de la comunidad en el Perú: Tradiciones de lucha e identidades. Instituto de Estudios Peruanos.
Mariátegui, J. C. (1971). Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (2a ed.). Biblioteca Amauta.
Méndez, C. (2014). De indio a serrano: nación y comunidades en el Perú. Centro de Estudios Regionales Andinos.
Portocarrero, F. (2019). *Historia y cultura política en el Perú, 1919-1930*. Fondo Editorial PUCP.
Sulmont, D. (2019). El movimiento obrero peruano: Reseña histórica. Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Valcárcel, L. E. (1981). Memorias. Instituto de Estudios Peruanos.